jueves, 16 de julio de 2009

Glob

Entré en la casa girando lentamente la llave pero sin abrir la puerta para apenas hacer ruido. Ella estaba en casa. Lo supe enseguida porque el olor de su perfume siempre delataba su presencia, empapaba los poros como el sonido de un saxo a medianoche. La encontré sentada sobre sus rodillas, fumando un cigarrillo cuyo humo se entretenía en formar siluetas de animales en peligro de extinción. No me miró. Un águila imperial terminó de desvanecerse en el aire justo antes de que le dijese, casi tartamudeando:
- ¿Pinho fa juterwe lo teaque bolpo avine setom baluneo zot tol ga?
Un megáfono distante anunció que aquella noche se prolongaría como una serpiente que acaba de despertar. Ella por fin volvió sus ojos hacia mí y lanzó una pestaña que casi se me clava en el costado, pero pude esquivarla gracias a los pocos meses de lecciones de baile. Tardó unos segundos en responder. Se oía procedente de alguna parte una melancólica canción de la cantante Leonard Dylan, con su voz femenina y trastornada. Por fin, respondío, con voz seria, y sus palabras salieron lentamente de su boca, en forma de espiral.
- Fef iuyhga ladet yu haquep bopds ind, utle an fe an la.
Un silencio con los tornillos erizados como en los años 80 reptó por encima de los muebles, dejándolo todo muy pegajoso. Los ladrillos de las paredes comenzaron a cambiar de color, su rojo marino se transformó en un triste negro pistacho. Del techo comenzó a gotear un líquido venenoso que se evaporaba antes de llegar al suelo. Si nos hubiésemos detenido a escuchar la canción de Leonard Dylan, comprobaríamos que estaba narrando lo que nos ocurría, lo que nos había ocurrido, lo que nos hubiese ocurrido si... Pero mis palabras surgieron enfurecidas, casi atropellándose desordenadamente, desde mi dedo índice. Hasta las cucarachas se escondieron.
- ¡Blo, alandolan yobeg! ¡Cas glob ute quiho nun ceto papaen! ¡Glob ja nau po! ¡Fa!
Era demasiado. La vida podría ser un simple formulismo, pero todo se había envuelto en una consternación jamás antes experimentada, y de pronto daba la sensación de que todos los barcos fuesen a partir al mismo tiempo, de que todos los grillos desafinasen al unísono, de que amanecía en todas las partes del mundo a la vez, pero era un amanecer de bombillas, no de soles, con pocas primaveras y muchos felpudos. Yo ya sabía que entonces sus palabras serían:
- Konf adax nopna vaj. Hopla hopa nuc. Cot.
Y lo fueron. Y cayeron como el plomo y como cincuenta biblias labradoras sobre mis carnes amoratadas. Pesaban tanto que hasta a ella le costó algún esfuerzo levantarse, recorrer el pasillo lentamente contra un viento lleno de demasiadas trascendencias y recuerdos. En medio de aquel ciclón yo llegué a gritar:
-¡Glob! ¡Glob!
Pero era imposible. Mi voz se perdía en la marea. Fueron mis últimas palabras. Su determinación le llevó a dar dos portazos antes de irse para siempre. Tan contundente fue su salida que levantó una polvareda del desierto de la que jamás podré deshacerme del todo, y además una moneda que se alzó girando lentamente, a toda velocidad, como un satélite, proyectando sobre mis ojos una sombra de incertidumbre interminable sobre si saldría cara o cruz, cara o cruz.

domingo, 29 de marzo de 2009

La selección natural

Un pienso bajo en proteínas, apagados colores en las paredes de los gallineros, grabaciones constantes de cacareos monótonos y una iluminación dañina acabaron por dominar la voluntad de las gallinas. Nos habíamos propuesto abducirlas, y en apenas tres días, aquellas aves estaban subyugadas, vencidas a nuestros deseos, completamente rendidas. De todos modos, no era fácil conseguir demasiado de ellas. Las gallinas son animales estúpidos y no están acostumbradas a la realización de ninguna tarea, por lo que se nos hizo difícil sacar partido al control mental que sobre ellas ejercíamos. Así, cuando intentábamos que todas ellas desfilasen como un ordenado ejército gallináceo, observábamos para nuestra desesperación cómo perdían el paso una y otra vez, se salían de la fila o tropezaban las unas con las otras. Si les ordenábamos que estuviesen firmes y en silencio, no faltaba aquélla que, a pesar de los castigos que les infringíamos, desplegaba sus alas, o se le escapaba un inoportuno cacareo. Nada en nuestro lavado de cerebro había fallado, pues las gallinas estaban completamente dominadas; el problema era su incapacidad para seguir nuestras instrucciones. Sin embargo, pudimos apreciar que una gallina destacaba por encima de las demás. Este increíble ser comprendía y obedecía nuestras órdenes con una eficacia inusitada. Demostraba una habilidad superior a la del resto de sus compañeras, e incluso las reprendía, corregía sus errores, la veíamos desesperarse ante la incapacidad del resto del grupo, y se había erigirdo por derecho propio en nuestra mano derecha y líder del gallinero.
Entonces llegó la gran noche. Reunimos a todo el corral y con un elocuente discurso comisionamos a todos nuestros sometidos animales a realizar un suicidio colectivo a mayor gloria de nuestra sociedad. Todas las gallinas comprendieron a la perfección la importancia de nuestro mandato, y mostraron un gran entusiasmo en llevar a cabo este trascendental cometido.
No fue ninguna sorpresa lo que encontramos al día siguiente. El gallinero amaneció como cualquier otro día. Todas las gallinas seguían vivas, dispuestas a obedecer malamente nuestras órdenes. Posiblemente lo habían intentado durante toda la noche, pero nunguna había encontrado la manera de suicidarse. Y como no podía ser de otra forma, allí la vimos; el cuerpo muerto de nuestra gallina inteligente yacía en mitad del corral. No esperábamos menos de ella. Sólo ella había sido capaz de encontrar el modo de llevar a cabo nuestro mandato, como había hecho siempre. Su inteligencia superior le había permitido encontrar el modo, y lo había logrado, aún no sabemos cómo.
Fue un claro caso de selección natural inversa.

miércoles, 7 de enero de 2009

Los cuervos suicidas de Utah

Se apartarán, uno piensa, en cuanto me aproxime un poco más saldrán volando, pero uno se aproxima y se aproxima, casi suelta el pie del acelerador, piensa incluso en pisar un poco el freno o hacer sonar el claxon, porque esos estúpidos animales no se apartan, pero entonces ya es demasiado tarde, y lo único que se puede hacer es ver por el retrovisor sus cuerpos espachurrados en el asfalto de la autopista a la salida de Salt Lake City, mientras algunas plumas negras conmemoran con su lenta caída el fenomenal atropello.
Acaso no se hayan dado cuenta, quizás los cuervos de Utah sean sordos, lentos... Pero no, pues un kilómetro más adelante volvían a estar allí, posados interesadamente a la espera de los expeditivos neumáticos que, una vez más, los fundían con la pista. Y así a cada kilómetro, los cuervos de Utah repetían y repetían sus tendencias autodestructivas, aguardando con fervor su aniquilamiento, absolutos devotos de sus cuerpos machacados y sus plumas esparcidas, adictos y fieles al placer de la insensata exposición de sus existencias, como si les fuera la vida en ello.

viernes, 2 de enero de 2009

La maldición

Los años pasan, pero todo sigue igual. Hay cosas que no cambiarán jamás. Supongo que algunos dirán que no me esfuerzo lo suficiente, pero lo que en realidad sucede es que el sino es persistente. De qué otra manera se podría explicar si no esta maldición (les sonará gracioso, pero es una maldición, sin duda) que me ha perseguido desde que tengo uso de razón. Tantas veces me ha ocurrido que ya lo acepto con resignación, con rutina, casi casi con agrado... casi.
Es así de simple. Cada vez que me siento atraído por una mujer, acabo liado con su amiga. Adjetivemos a las mujeres para matizar; cada vez que me sientro atraído por una mujer hermosa, acabo liado con su amiga fea. Aseguro que yo me empeño en que esto no sea así, pero todos mis intentos de conquistar a la mujer que me gusta concluyen en la conquista de su amiga. Sin duda hay algo que hago mal, pero no sabría decir. Si estoy en una discoteca y me acerco a una chica guapa y empiezo a bailar con ella, no tardo en acabar no sé cómo bailando con su amiga fea. Cuando llamo por teléfono al objeto del deseo, ésta acaba por convencerme de que a su amiga le intereso más que a ella.
Pero bueno, como sé que esto es así y no hay vuelta de hoja, yo tampoco pierdo el tiempo. Es cierto que fracaso estrpitosamente en todas mis tareas seductivas, pero al menos me llevo a casa a la amiga tan poco agraciada con la cual cumplo meritoriamente y con creces, y lo cierto es que hasta lo disfruto tanto como ella. Todo consiste en un acto de concentración, de modelación de la mente y de carburación de los flujos libidinosos con los gases de la memoria, y de este modo logro ver en los toscos rasgos de mi acompañante los fascinantes atributos de su amiga. Tanto he perfeccionado este método de traslación de la mente, que entrecerrando los ojos incluso logro hacer comparecer el cuerpo de todo tipo de top-models y actrices sensuales.
El sábado ocurría según lo previsto. Mi aproximación a una exuberante muchacha concluyó, como no podía ser de otra manera, conmigo y su rústica amiga en la cama. Sin embargo, esta vez mi plan de evasión mental no dio resultado. Por mucho que me esforcé en convertir a la pedestre muchacha en una venus, mi concentración se vio afligida por algo inesperado. Y es que mientras mi acompañante disfrutaba (cómo no) de la noche de su vida, gritaba y de placer invocaba al altísimo, me di cuenta de que además de poco agraciada, la muchacha sufría una anomalía en la dicción, una especie de trastorno en el habla que me hacía del todo imposible concentrarme. Traté de terminar el acto cómo pude, mientras ella, entusiasmada, con cara de rigurosa concentración, con ojos entrecerrados, aullaba impidiéndome otra cosa que no fuera escuchar sus gritos, su delirios incomprensibles, hasta el punto que daría la impresión de que en lugar de "¡DIOS! ¡DIOS!", gritaba "GEORGE! GEORGE!"

martes, 23 de diciembre de 2008

Tocadiscos

Cuando entraba en la tienda, todos lo mirábamos con una mezcla de perplejidad y respeto. Tenía que ser un coleccionista, un experto, un auténtico sibarita musical. El hecho de que sólo comprase unos objetos tan obsoletos como los discos de vinilo lo elevaba a los altares de la exquisitez, o de la extravagancia, quién sabe. Una vez a la semana aparecía allí, rebuscaba entre las fundas, y siempre se llevaba un par de discos, algunas veces antiguos, otras veces de esos grupos actuales que todavía se molestan en conectar con los pocos gourmets de la música que, como él, aprecian esas frecuencias que dotaban de "cuerpo" al sonido del vinilo y que se han perdido en el formato digital.

Pero digamos la verdad; jamás había escuchado ni un solo disco de los que cada semana compraba puntualmente. Ni siquiera tenía un aparato tocadiscos. Y no era que tuviese intención de hacerse el interesrante yendo a la tienda de música a presumir de una excentricidad distinguida. Lo que a él le gustaba era disfrutar de aquel momento en que sacaba el disco de la funda. Se detenía a apreciar los reflejos de la luz de su cuarto sobre el pvc, lentamente pasaba su dedo sobre el borde del disco hasta sentir un cosquilleo que erizaba el vello de su brazo. Si había comprado dos discos, entonces los sacaba de la funda a un tiempo, los colocaba sobre la mesa del escritorio y los acariciaba con las dos manos. Le encantaba sentir los surcos sobre las yemas de sus dedos, y después apoyar completamente la palma sobre ellos y hacerlos girar sobre la mesa, despacio, con suavidad, disfrutando del sonido que emanaba de la fricción. Digámoslo pues claramente; él era lo que podríamos llamar en términos literales, un "tocadiscos".En algunas ocasiones, se llevaba hasta la cara el negro plástico y lo hacía deslizarse sobre sus mejillas, rozándole los labios. Rápidamente, lanzaba el disco sobre la cama, cogía otro, y repetía el proceso. También le gustaba sentir su tacto sobre los brazos y su pecho, y tras pasarse así la tarde, probando el contacto del disco sobre su piel y lanzándolos a continuación a la cama, ya era él mismo quien, tras haberse despojado de la ropa, se lanzaba sobre el lecho, encima de toda su colección, para empaparse de ellos. Aquel baño de discos le provocaba un placer inusitado, se retorcía sobre ellos, los rayaba, algunos se rompían, pero qué importaba, compraría más la próxima semana. Los discos rotos llegaban a hacerle daño en la carne, le provocaban cortes que apenas sentía, y la sangre se deslizaba casi inadvertidamente sobre los negros surcos de aquella música silente.

En este trance se hallaba un seis de enero cuando lo sorprendió su novia. Corrijo, fue la novia la que se sorprendió al ver aquel panorama tan descomedido. Venía ella con un regalo de día de Reyes que, paradojicamente, era un CD de su rutilante estrella del pop favorita. En fin, que era evidente que tenían algo de qué hablar.

viernes, 21 de noviembre de 2008

La grieta

Recuerdo la primera vez que la grieta de la pared de mi cuarto me mordió. Fue un descuido por parte de ambos. Yo no me di cuenta de que ella estba allí, con la boca casualmente abierta y llena de dientes, y ella apenas era consciente de lo que hacía cuando se encontró masticando en mis carnes. El suelo, inocente testigo del incidente, se regó con un hilillo de sangre y cal, símbolo de una desfloración terriblemente mutua y accidental.
Es cierto que desde entonces yo avanzo por mi cuarto lentamente, rozando mi piel contra la blanca pared, y que la grieta me espera, disimulando, pero con su fisura bien dispuesta a hincar. A veces simulo un tropezón que me hace acabar con todo mi cuerpo sobre la hendidura, y ella simula un acto reflejo de su colmillo para hendirlo en mí suave pero firmemente, hasta que no sólo el suelo, sino también los muebles, la lámpara y los cristales de la ventana se tiñen de la emanación de nuestras savias, mi roja sangre, su blanca tiza.
De esta manera, yo me difumino lentamente, gota a gota. Ella abre su orificio, grano a grano, dibujando con precisión mi silueta. Prácticamente es mi cuerpo entero el que tiene espacio dentro de su boca. Pronto me ofreceré, como un plácido sacrificio, y de un solo y certero bocado seré engullido para siempre, digerido en el estómago de una pared que desaparecerá por la inmensidad insaciable de su grieta.

martes, 4 de noviembre de 2008

Mitocondrias despeinadas

El Comandante Finch había capturado a tres alienígenas. Los había metido en una bolsa y había regresado al planeta dispuesto a demostrar que había vida más allá de la Tierra.
La NASA los metió en un laboratorio y los analizó. Qué feos eran. Y qué despeinados estaban. Después de muchos análisis, muchos informes, muchas reuniones e incontables discusiones, llamaron al Comandante Finch y le dieron la noticia:
-Nadie sabrá lo de los extraterrestres. Será un secreto de estado. Los esconderemos y jamás hablaremos de ellos.
Finch no salía de su indignación. Era su descubrimiento. Tantos años de trabajo en busca de la gloria, tanto esfuerzo en sus viajes espaciales, tanto riesgo en la captura, para nada.
-Compréndalo, Comandante Finch. La humanidad no está preparada para esto. Esos tres alienígenas son demasiado feos.
-Eso es porque están despeinados... venían en una bolsa -replicaba Finch. -Traigan un peine y verán como la cosa mejora.
-Es inútil. Hemos probado con todo tipo de peines y cepillos, con miles de gominas, fijadores, pero es imposible. Hasta los peluquines que les probamos acaban despeinándose.
-¡Que traigan a los mejores peluqueros del mundo!
-No es ése el problema, Comandante. Nos tememos que es una cuestión genética. Hemos estudiado sus células y... bueno, en ellas no había nada destacable, en síntesis son similares a las humanas. La única diferencia está dentro de las células eucariotas, ahí está la causa de ese aspecto desaliñado.
-No me vengan con monsergas. Qué tienen que ver las células...
-Permítame explicárselo, aunque es algo insólito. Verá, esencialmente no hay nada raro en ellos, lo podrá usted mismo comprobar a través del microscopio... si se fija en el citoplasma, ve, todo es normal, sin embargo, fíjese usted en las mitocondrias... están como...
-¡Despeinadas!
-Exactamente. Verá, no hay explicación científica a ese hecho, y debemos concluir que si esos seres están inevitablemente despeinados es porque sus mitocondrias lo están también. No queremos dar esa explicación tan vergonzosa e inverosímil al mundo de la ciencia, y además... están tan feos...

El Comandante Finch dejó de trabajar para la NASA poco después y desapareció durante un tiempo. Jamás habló con nadie de la existencia de vida despeinada en otros planetas. Se rumorea que ha sido visto trabajando en una peluquería y que no hay cabello rebelde que se le resista.

Vacunas

Algo iba mal. Aquel paracticante que me iba a inyectar la vacuna contra la gripe se frotaba las manos y me miraba de reojo. Noté que trataba de disimular sus malvadas risotadas e incluso juraría que rápidamente escondió una cruz gamada que llevaba bajo su bata blanca.

-Como le iba diciendo, señor de las SS, que me venía a vacunar contra la gripe, la escarlatina, los días de lluvia, las decepciones, el aburrimiento, la angustia vital, el pánico a abrir la boca, la estupidez, la ingenuidad y los atascos. No me ponga más de dos inyecciones, si puede ser.
-Claaaaaro, siéntese mientras afilo este cuchillo de carnicero con el que no sentirá nada. ¿Quiere también una castración?
-Puesss... ¿sería temporal o definitiva?
-Bueno, eso depende de si le vuelve a crecer o no.
-Ya. Bueno, dejémoslo para otro día. Solamente póngame las vacunas y deme unos azotes.
-Muy bien. Quítese ese disfraz y ábrame su alma que en seguida comenzamos. ¿Me enseña su carnet del partido?
-Creo que no lo he traído. Si sirve este tatuaje o estos lunares...
-Perfecto. Relájese. ¿Le pongo una mordaza...?

Según les cuento esto, creo que he cogido la gripe. Y la escarlatina. Tengo un terrible día de lluvia en lo más profundo de mi aburrimiento, pugnan la decepción y la angustia vital por hacerse con mi alma y alguien me ha contagiado su pánico a abrir la boca y su estupidez. Qué ingenuo soy. No sé si concluir que todo este atasco de monstruos de laboratorio se debe a la reacción de las vacunas o a que ese practicante carnicero de la gestapo no me ha inyectado nada. Quizás si hubiera optado por la castración...

Ella no cree en la duración

I

Esta noche soñé palabras. Fue un sueño ensordecedor, porque aquellas palabras retumbaban en mis oídos con la fuerza de un cañón. Sonaron con tanto estruendo que cuando desperté todavía se escuchaba su eco en mi memoria y en las paredes de mi cuarto. Rápidamente me apresuré a escribirlas, a ver qué era todo aquello.

"Ella no cree en la duración
y dura tanto
eterna eterna
santa santa
no quiere ser

sobre báculos desmoronados
cocina su sopita
material
de lágrimas
cenizas de los santos
sangre de puta
grasa burguesa
huesos molidos de canónigo

con pincel
de pelo de Vírgenes
pinta blasfemias
en los muros en ruinas
hondo hondo
bajo la catedral

le conjura
ella le ama
él a ella no
siempre siempre
pasa él ante ella"

¿Qué diantres era eso? ¿Por qué se aperecieron todas esas palabras en mi sueño? ¿Tenían algún sentido? Esas palabras sin duda no me pertenecían, y era muy extraño verlas ahora escritas por mi mano, como si alguien me las hubiese dictado.
Cuando esta tarde me he sentado frente al ordenador y se me ha ocurrido escribir la primera frase en el google, descubro para mi asombro, que todo eso es un poema de Heinrich Böll. Puedo prometer que jamás he leído nada de él, que lo conozco porque mi tío tiene un libro suyo en casa, pero aseguro que ni siquiera lo había hojeado. No encuentro ninguna explicación a este hecho, y me siento tan desorientado que tengo que confesar que he llegado a asustarme. ¿Por qué he soñado un poema de Heinrich Böll?

II

Hace algún tiempo que Emma se siente perdida, desesperada. Dice que Pedro, su marido, no la comprende, o que ella no lo comprende a él. Que Pedro se comporta de manera muy extraña, que no es el mismo de siempre.
-Habla en sueños. Cada noche dice cosas más raras -me contó ayer entre sollozos.
-¿Y qué dice? -le pregunté yo.
-Cosas incomprensibles. Habla sobre sangre de putas, y pelos de vírgenes. Yo creo que me engaña con otras.
No tardé en reconocer el mismo poema que yo mismo había soñado la noche anterior. Pedro lo había soñado también.
-¿Sabes qué ha estado leyendo Pedro últimamente? -traté de indagar.
-¿Pedro? Pero si no ha abierto un libro en su vida.
-Entonces, ¿no está familiarizado con la literatura alemana de posguerra?
-¿Qué?
-Nada, olvídalo.
Decidí no explicarle a Emma nada relacionado con mi sueño, o con el significado de las palabras de su marido. Por el contrario, lo que decidí hacer fue consolarla, seducirla con mis malas artes, llevármela a la cama y hacerle el amor hasta altas horas de la madrugada. Yo no desaprovecho un momento de debilidad.
Después de una noche que no olvidará, Emma se durmió. Más tarde, fue ella la que en sueños recitó el poema de Heinrich Böll.

III

El 100 % de los encuestados afirmó que jamás había oído hablar de ningún poeta llamado Heinrich Böll. Sin embargo, tras enseñarles su poema Colonia II, el 85 % declaró que lo conocían, o que les sonaba de algo, y hasta un 55% llegó a confesar que habían soñado con él. Era evidente, pues, que de alguna manera, el sueño de dicho poema se estaba propagando entre muchos de nosotros. El motivo era un auténtico misterio.
Fue Katarina la que realmente se obsesionó con el tema. Tras haber soñado con el poema varias noches, haberse despertado con los versos en su boca, y tras saber los resultados de mi encuesta, decidió que tenía que desentrañar las causas de esa extraña conexión. Para ello, decidió aplicarse duramente a analizar cada verso del poema, a estudiar exhaustivamente la obra completa de su autor y a desentrañar cada aspecto de su vida. Con todo ello, pensaba Katarina, encontraría las causas de la aparición de Colonia II en nuestras vidas, en nuestros sueños. Yo prometí ayudarle. De vez en cuando trataba de enzarzarme en la obra de Heinrich Böll y aportar alguna idea en el proyecto de Katarina. Finalmente, logré mi objetivo, que por supuesto no era otro que seducirla con mis malas artes y llevármela a la cama. Hicimos el amor durante horas, hasta la madrugada, hasta quedarnos dormidos de extenuación y acabar recitando en sueños y al unísono el poema de Heinrich Böll.
A la mañana siguiente, ni Katarina ni yo estábamos allí. De todos modos, ella no cree en la duración, tampoco.

sábado, 27 de septiembre de 2008

Romina y Julieta

Oh, qué bella era, qué felices fuimos juntas durante todo ese eterno momento en el que no sabíamos nada la una de la otra.
Por desgracia, cometimos el error de averiguar nuestros nombres. La única manera que encontramos de solucionar aquello fue cambiarlos. Yo, en secreto, me cambié el nombre por el suyo, lo cual fue un error, pues en seguida intuí que ella había adoptado mi antiguo nombre. Así, una vez más decidimos volver a llamarnos de otra manera, pero por designios de la mala fortuna, siempre acabábamos por descubrirlo. Me llamé de mil maneras diferentes, ella tuvo miles de nombres, pero ninguno permaneció jamás en secreto. Así que ella decidió finalmente beber aquella copa de veneno y aquí me tienen besándole los labios.