sábado, 27 de septiembre de 2008

Romina y Julieta

Oh, qué bella era, qué felices fuimos juntas durante todo ese eterno momento en el que no sabíamos nada la una de la otra.
Por desgracia, cometimos el error de averiguar nuestros nombres. La única manera que encontramos de solucionar aquello fue cambiarlos. Yo, en secreto, me cambié el nombre por el suyo, lo cual fue un error, pues en seguida intuí que ella había adoptado mi antiguo nombre. Así, una vez más decidimos volver a llamarnos de otra manera, pero por designios de la mala fortuna, siempre acabábamos por descubrirlo. Me llamé de mil maneras diferentes, ella tuvo miles de nombres, pero ninguno permaneció jamás en secreto. Así que ella decidió finalmente beber aquella copa de veneno y aquí me tienen besándole los labios.

jueves, 18 de septiembre de 2008

El rey de los pingüinos

Y entonces hablé alto y claro:
-Esta corona es muy pequeña para mí. Si quieren nombrarme rey de los pingüinos tendrán que hacerme una corona más grande.
Mis palabras causaron estupor. La confusión se apoderó de todos, nadie sabía qué decir, se miraban los unos a los otros como buscando una solución, una explicación a lo que allí estaba ocurriendo. Finalmente, alguien dio a entender que se estudiaría la situación, y todos se retiraron.
Aquella corona era pequeña, sí. Estaba hecha de una compleja y extraña aleación de diferentes metales únicos y escasos. Estaba forjada con una dedicación y un detalle inusitados. Desde luego, no había tiempo, ni posibilidad de hacer otra. Algunos sugirieron fabricar otra corona más grande, esta vez de hielo, pero esta propuesta fue rechazada en seguida. Otros barajaron la posibilidad de tener un rey sin corona, pero ellos mismos retiraron la proposición, por ridícula. Entonces surgieron las primeras voces de protesta. En primer lugar, era indignante que pudiese rechazar aquella magnífica corona hecha con tanto trabajo y sacrificio, por muy rey que fuera. En segundo lugar, ¿cómo podía el rey de los pingüinos tener una cabeza tan grande? Ante tantas voces críticas, se convocó un gabinete de emergencia para debatir la situación y adoptar una solución de urgencia.
Decidí salir huyendo cuando se instauró la república popular pingüinera y me pareció discernir una guillotina entre los icebergs.

sábado, 13 de septiembre de 2008

Truena mi corazón

Obviamente el mármol no es transparente, pero eso carece de importancia para mí. Ni las luces, ni la opacidad tienen ya sentido, el sentido de la vista ha trascendido cualquier otra consideración de espacio, tiempo o materia, ha anulado todos los demás sentidos, y ha desechado el concepto de ausencia o presencia. Muchos se preguntan cómo es esto: pues bien, nada especial, como tener un telescopio en la luna, fascinante al llegar, pero se convierte en rutina al primer ojo abierto, y créanme, imposible cerrarlo. Por lo demás, como siempre, sólo que mi corazón truena en lugar de latir.

Entonces pensé que había por lo menos llegado al punto en que la suma de mis errores me había dotado de cierta experiencia, que durante mucho tiempo había sido bastante estúpido, pero que ahora era mucho más sabio, que estaba ya de vuelta y no era el ingenuo e inocente niño de entonces. Pasaron los años, y volví a tener el mismo pensamiento, lo cual no me pareció nada bueno. Pero aún así, di un paso al frente, bajé el ala del sombrero para protegerme del sol que picaba como el acero y hacía humear la arena rojiza y llena de escorpiones. Quizás un último instante de arrepentimiento me hizo temblar levemente la rodilla, pero no había ya espacio para semejantes lujos. El reloj dictaba sentencia, la gente respiraba con sus ojos las últimas gotas de absurda esperanza que se resistían a diluirse en la fatalidad, los coches parecían llevar horas muertos, los grillos estaban desafinados en su requiem. Me detuve. Pensé que la vendedora de fruta hacía tiempo que llevaba el mismo vestido sucio y descosido, que el relojero no me había devuelto aquella pieza de plata que le había dejado para que me grabara el nombre de Marta, que Marta no estaba en ninguna parte, maldita. La máquina de fabricar pensamientos galopaba sin control, sin sentido, parecía querer saltar aquellas montañas que a lo lejos anunciaban la posibilidad de escape, de oxígeno. Mi mano se tensó y alguien contó hasta tres. Contar hasta tres es fácil, pensé, pero que alguien se ponga en mi lugar, con todo este silencio, con todo este polvo sobre mis ojos, sin Marta sujetándome los viejos guantes gastados que tiré definitivamente al suelo, con todo este líquido caliente bajando por mi brazo, por mi cara, entonces iban a comprender lo complicado que resulta un uno dos tres y un simple movimiento de un dedo.

Ahora veo a Marta, no dejo de verla, alejándose, alejándose con todos aquellos viejos errores que en realidad nunca dejé de cometer. Y truena mi corazón.