El zombie me abrió la puerta de su casa de par en par, como si aquel nicho podrido y maloliente se tratase de un palacio. También de par en par me abrió su corazón, como si fuese nuevo, como si latiese al ritmo de una melodía joven y recién estrenada.
Tanta euforia, tanto fragor en el abrir, sólo podía tener un posible final. Uno de esos finales de lenguas retorcidas que no desperdician nada, que alcanzan los últimos recovecos de las entrañas, que llegan hasta el recóndito escondrijo de una llaga en el alma para avinagradamente recordarle sus dolencias. Yo no fui compasiva, y dejé vacía la bandeja en la que el zombie me tendió su corazón, torpemente reparado con una tirita que se sontenía a duras penas. Todo esto, mientras él me abría el cráneo y saciaba los gajes de su sino.
A la mañana siguiente, una vez más, no quedaba nada. Una vasta extensión de cementerio se prolongaba ante la vista imposible de unas cuencas ciegas de extenuación. Cuando el zombie se levantó, ambos supimos que ya no era un zombie. Sin decirme nada, sin mirarme siquiera, se enfundó su desencanto alrededor del cuello y se marchó, dejándome a mí en un nuevo hogar, con una nueva condición para desenredar, con la misión de acostumbrarme a una vida de sesos desparramados por el suelo que, al igual que a él, no me permitirá acertar en la complicada misión de ofrecer mi atestado corazón a algún fantasma sin acabar hincando el diente en sus sienes.
domingo, 14 de octubre de 2007
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2 comentarios:
Gracias, PepeDante, por ayudarme a finalizar esta historia en la que me había enredado. Parecía que de verdad tuviese los sesos desparramados por el suelo y no me saliera ningún final.
Bueno, el delirio es todo tuyo. Quizás había que ponerle algo de corazón, jeje.
Me encanta esta historia, terriblemente triste, descorazonadora y nada descerebrada.
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