martes, 30 de octubre de 2007

Consumo propio

Ayer se me cayó un dedo. Lo recogí con cuidado, lo limpié con un poco de agua, lo sequé, me hice un bocadillo y me lo comí. Usé pan bimbo. Ya sé que no he hecho bien. Ni por el pan, ni por el dedo. Sé que no debí haberlo hecho, estuvo mal, sobre todo porque no tenía ninguna necesidad. Ni siquiera tenía mucha hambre. El aburrimiento lleva a uno a hacer estas cosas a veces. De todas maneras, que conste que me comí el dedo después de habérseme caído, y no mientras todavía estaba pegado a la mano, como muchos quieren hacer creer. Con esas cosas no se bromea. Yo, al menos, no me dedico a poner carnicerías, ni subastaré mis pellejos al primer tratante. Odio a toda esa gente con tan poca personalidad, con cara de muerto, con esa sangre tan láctea, con tanta tristeza injustificada y vergonzosa, que hasta sus ojos parecen capturados, y rígidos, y hielo, y para qué hablar de sus palabras prescindibles y mamarrachas y sus dedos insípidos y huesudos.

domingo, 28 de octubre de 2007

Descargas

DESCARGA (I)

Los seis profesores nos congregamos en el vestíbulo de la escuela, hicimos algún típico comentario gracioso acerca de algún típico comentario gracioso de algún alumno y nos deseamos una feliz semana de vacaciones.
Yo apenas había cruzado un par de palabras con ella en todo el curso. Hasta tenía dudas sobre qué asignatura impartía y cómo se llamaba, por eso cuando se me acercó y me deseó felices vacaciones diciendo mi nombre, me sorprendió. Yo le sonreí, me acerqué para darle los dos besos de rigor, tratando de recordar a duras penas si se llamaba Sonia o Silvia. En ese esfuerzo estaba, ya aproximando mi rostro al suyo, cuando noté su mano en mi brazo, y como si un latigazo del cielo enladrillado cayese sobre mí. Caí al suelo fulminado, humeante. Cundió el pánico y el estupor, y me llevaron urgentemente a un hospital.
A algunas mujeres las carga el diablo. Todavía echo humo de vez en cuando, y desde entonces, si veo por los pasillos de la escuela a esa profesora, trato de esconderme donde puedo, detrás de algún alumno o de un pupitre. Ella trata de encontrarme para disculparse por el accidente, pero yo siempre salgo corriendo, lleno de terror: lo que la gente llama amor, en suma.

DESCARGA(II)

El temido momento había llegado. Mis salidas estaban bloqueadas por una pared inaccesible a un lado y un cura castrense inquebrantable al otro. Aquella profesora cuyo nombre ignoraba estaba frente a mí y yo no tenía escapatoria. Muerto de miedo dije hola.
-Hola -respondió ella amistosamente y acercándose cada vez más. En algún momento fue consciente de que yo estaba aterrorizado, así que dio un paso atrás y comenzó a disculparse. -Siento mucho lo ocurrido. No me explico qué pudo suceder.
-Ni yo tampoco...- dije al borde de una crisis de ansiedad.
-¿Te encuentras mejor?
-S-s-sí.
-Veo que todavía te sale algo de humo.
-Por las uñas, sí.
Intenté tranqulizarme. Después de todo ella sólo intentaba ser amable y mi pánico no estaba demasiado justificado. Debía ser precavido, pero tampoco podía comportarme como un neurótico. Pensé en una frase simpática para quitarle trascendencia al asunto, incluso di un paso hacia adelante para mostrar que no estaba a la defensiva, explayé mi sonrisa, y cuando me disponía a decir no sé qué estupidez, estiré un brazo amistosamente, toqué con mi mano su espalda, y en un segundo, era ella la que estaba en el suelo humeando. Fue en ese momento cuando entendí que si no se había muerto, estábamos hechos el uno para el otro.

DESCARGA (y III)

Ambos nos deslizábamos sigilosos por los pasillos, asomábamos las cabezas al llegar a una esquina, preparados para salir huyendo aullando en cuanto nos viésemos o detectásemos la emanación del humo del otro. Así transcurrieron días, haciendo de la cautela y el camuflaje nuestro modo de vida, tomando nuestras evasiones como la única garantía de supervivencia.
Tuvo que ser, por supuesto, en el momento de la calma, cuando la sala de profesores nos acogió en la tormenta. Yo me refugié debajo de la mesa, ella trató de parapetarse tras un diccionario. Fueron momentos de terror, quizás sólo transcurrieron unos segundos, pero los corazones latían como el motor de un dinosaurio eléctrico. Se hizo el silencio y la confusión sorda. La sala de profesores parecía callada, impasible, como si allí nada estuviese sucediendo. Alcé la mirada desde debajo de la mesa. Pude verla, asomando su cabeza desde detrás del diccionario. Nuestras miradas se cruzaron. Fue fatal: la onda expansiva nos alcanzó, durante unos segundos fuimos inconscientemente fans de AC/DC, y durante ese breve lapso de electrocución fuimos la pareja más feliz que emanaba humo sobre la tierra.

martes, 23 de octubre de 2007

De cómo robé a mi vecina sus discos de Camela.

Aquello no podía continuar así. Todos los sábados, mi vecina me despertaba, a eso de las nueve de la mañana, con un disco de Camela. Ponía su equipo de música a toda voz, y los finos tabiques que separan nuestras casas no eran capaces de contener todo aquel torrente musical que irremediablemente me sobresaltaba y me apartaba de mi sueño sabático. "Sueño contigo qué me has dado sin tu cariño no me habría enamorado." Así de radical era mi despertar. La tortura continuaba la mañana entera, canción tras canción al máximo volumen que martilleaba mi cabeza hasta dejarla completamente vacía de cualquier otra cosa que no fuera la propia música y las voces estridentes de los dos cantantes del grupo. "Por qué me has engañado quién es él por qué me has hecho daño cuéntame si sabes que me muero por tu amor". ¿Se han fijado lo difícil que es distinguir cuándo canta él y cuándo canta ella? Bueno, dejemos el tema. El caso es que tras varios sábados siendo abrumado desde las nueve en punto de la mañana con la discografía completa de Camela, supe que tenía que tomar una decisión. Lo sensato sería hablar con mi vecinita y rogarle amablemente que por favor no pusiera la música tan alta, especialmente un sábado por la mañana, que uno tiene derecho a descansar, y en todo caso, que por favor no fuera Camela que me estoy volviendo loco. Sin embargo, no me atreví. Me pueden llamar cobarde, pusilánime o lo que quieran, supongo que lo soy. En mi defensa sólo puedo decir que tendrían que escuchar con qué pasión cantaba mi vecina las canciones de Camela. Si el volumen del disco era alto, el de su propia voz era casi demencial. "Cuando zarpa el amor no sabes lo difícil que ha llegado a ser estar sin tu cariño sin poder tener cuánto eché de menos mi niña tus besos de ti ya nunca me separaré". Comprenderán que en estas circunstancias, ante tanto apasionamiento, cualquiera se atrevía a decir nada.
Era mi salud la que se veía bastante afectada por todo este problema. No sólo era que no podía dormir los sábados como a mí me gustaría, es que además me pasaba el resto del día canturreando a Camela "no puedo estar sin él me muero por su amor no dejo de llorar buscando una razón por qué juega conmigo está dañando mi corazón", lo cual derivaba en un dañino mal humor , o bien desembocaba en una descomunal tristeza que también me impedía dormir el resto del fin de semana. Por eso, cuando un definitivo sábado mi cama amaneció temblando al ritmo de "amor y cariño punto com es el dominio de los dos que está registrado en mi corazón" supe que el procedimiento de mis actuaciones seguiría un rumbo diferente. Esperé a que mi vecina saliera de casa, y sigilosamente me aproximé hasta su puerta. En la cerradura inserté la uña del dedo meñique (que me había dejado crecer unos 30 cm. para este propósito) y logré abrir la puerta. Sin hacer ningún ruido "nunca debí enamorarme vivir sin ti cariño lo que me está costando porque yo me niego a olvidarte es este corazón que no quiere hacerme caso no" me deslicé hasta el salón de mi vecina y allí no me costó mucho hallar a mis torturadores. Todos los discos de Camela se encontraban allí, sobre una mesa, dispuestos a amargarme el resto de mis días. Sin dudarlo, los metí en una bolsa y me los llevé de allí (de paso cogí los que había de Bisbal, por si acaso). Sin dejar ni una sola prueba de mi irrupción en casa ajena, regresé a la mía dispuesto a disfrutar de una nueva vida feliz y sin sobresaltos.
Cuando llegó el sábado, y dieron las nueve, evidentemente, no fui despertado por Camela. Fue el silencio sepulcral el que me despertó. Sonreí hacia mis adentros, decidiendo conciliar el sueño de nuevo, pero entonces pude escuchar un débil lamento. Con el tiempo, este pequeño sonido comenzó a crecer, y pronto pude identificar los llantos inconsolables de mi vecina. LLoraba con auténtica pena, con un llanto desesperado que parecía que iba a consumirla. "
Tú me has hecho mucho daño ya no puedo soportarlo este dolor me está matando tú me has hecho mucho daño ya no puedo soportarlo por favor vuelve a mi lado". Estos lamentos acabaron por convertirse en algo mucho peor que Camela. Me dolían en mi corazón, me hacían sentir culpable, me perforaban el alma, me llenaban de angustia, de remordimientos, de insomnio. ¡Tenía que hacer algo!
Desde entonces soy yo el que todos los sábados por la mañana se levanta a las nueve y pone a toda voz un disco de Camela.

domingo, 14 de octubre de 2007

El corazón del zombie

El zombie me abrió la puerta de su casa de par en par, como si aquel nicho podrido y maloliente se tratase de un palacio. También de par en par me abrió su corazón, como si fuese nuevo, como si latiese al ritmo de una melodía joven y recién estrenada.
Tanta euforia, tanto fragor en el abrir, sólo podía tener un posible final. Uno de esos finales de lenguas retorcidas que no desperdician nada, que alcanzan los últimos recovecos de las entrañas, que llegan hasta el recóndito escondrijo de una llaga en el alma para avinagradamente recordarle sus dolencias. Yo no fui compasiva, y dejé vacía la bandeja en la que el zombie me tendió su corazón, torpemente reparado con una tirita que se sontenía a duras penas. Todo esto, mientras él me abría el cráneo y saciaba los gajes de su sino.
A la mañana siguiente, una vez más, no quedaba nada. Una vasta extensión de cementerio se prolongaba ante la vista imposible de unas cuencas ciegas de extenuación. Cuando el zombie se levantó, ambos supimos que ya no era un zombie. Sin decirme nada, sin mirarme siquiera, se enfundó su desencanto alrededor del cuello y se marchó, dejándome a mí en un nuevo hogar, con una nueva condición para desenredar, con la misión de acostumbrarme a una vida de sesos desparramados por el suelo que, al igual que a él, no me permitirá acertar en la complicada misión de ofrecer mi atestado corazón a algún fantasma sin acabar hincando el diente en sus sienes.

sábado, 13 de octubre de 2007

Vainilla

- Pero, ¿por qué? -pregunté desesperadamente con ojos en mis lágrimas.
- Ya lo sabes. Porque eres de vainilla -respondío ella con firmeza, sin atisbo de piedad.
- Pero si nos llevamos muy bien, hemos conectado muy profundamente, no lo comprendo.
- Pues tienes que comprenderlo. Es lo mejor para ti. Para las dos.

A esas alturas mi desamparo no tenía freno, y estaba ya dispuesta a todo. Ahí va todo el orgullo por la ventana.
- Puedo ser lo que quieras. Haré lo que sea. No seré vainilla nunca más si no lo deseas. Lo que quieras, seré lo que quieras. De verdad.

Ella se tomó su tiempo, como si se lo estuviese pensando. Finalmente reaccionó, y lo hizo con un tono un poco más compasivo que antes, lo cual no hizo más que añadirle un gramo más de terror al dilema.
- No puedes. Si eres vainilla, siempre serás vainilla. Yo sólo puedo estar con una estrella de mar. Tú eres una sirena, y eres todo un lujo, pero no encajas con mis aspiraciones de amazona, no puedes complementarme. Tus lágrimas claramente indican que sólo habrá más lágrimas. No le des más vueltas.

Entonces, batió su fusta, y sin más, la amazona se alejó de mí para siempre, al galope.

lunes, 8 de octubre de 2007

El designio

Comencé a sospechar algo cuando yo le pregunté cuál era su signo zodiacal y ella me contestó que caníbal. Desde entonces, semana tras semana, no he hecho otra cosa que yacer bajo sus designios y desaparecer lentamente entre sus dientes.

miércoles, 3 de octubre de 2007

Esther Williams

Soy Esther Williams, me dije ayer según entraba en la piscina municipal. Mi primer día y ya me parecía que podría estar nadando la vida entera, que mi medio natural era quizás el agua y no la tierra, que era más una sirena que una amazona. Emergía y me sumergía, nadaba de espaldas, de lado, y hacía volteretas bajo el agua. Luciendo mi bikini, apenas podía ocultar una húmeda sonrisa de satisfacción, llena de plenitud, goce y cloro. Nadaba y nadaba, sin prestar atención a los demás nadadores, hasta que por fin, en una de mis emersiones, mis ojos se toparon con el rostro de la monitora, y en él vislumbré ciertos rasgos familiares. Me sonaba tanto esa cara... Sí, la conocía, pero ¿de qué? En un segundo tuve la extraña intuición de que lo mejor era que no me reconociese, quizás el instinto me envió una señal de alarma, y me dio por disimular. No soy quien soy, como ya he dicho soy Esther Williams, soy Ariel, soy una medusa. Escondí mi mirada, oculté mi rostro como pude y hasta traté de dotar a mi piel con cierta transparencia para camuflarla con el líquido elemento. Fue inútil. Me identificó inmediatamente, y en su mueca destapó demasiadas huellas mías sobre su piel... o más bien bajo ella. Con todo ello, pronto tuve que admitir que yo también me daba cuenta de por qué me sonaba ese rostro; no podía ser de otra manera: esa cara me era familiar porque se trataba de uno de esos fragmentos del pasado que por mi propio bien había olvidado. Traté de sumergirme en el agua y no volver a salir de ella jamás, pero, craso error, me había dejado las branquias en casa. Medio asfixiada, tuve que sacar mi cabeza del agua, mientras toda una vida desperdiciada en forma de recuerdos pasaba por los ojos de mi monitora. Mientras consideraba si la mejor opción era tratar de ahogarme bajo el agua o salir huyendo por la escalerilla, también a mí comenzaron a golpearme los recuerdos de otra vida malgastada, y eso fue mucho peor que la falta de oxígeno subacuática. Buen momento para salir de allí, y respirar hondo en cualquier otra parte. Ayer fue mi primer y último día en la piscina. Líbranos, Señor, de encontrarnos años después, con nuestros grandes amores.

(Des)encuentro

Latían nuestros corazones su cuenta atrás hacia nuestro previsto encuentro casual. Se desenroscaba la noche hacia el amanecer, o acaso era la mañana la que anochecía. Sólo recuerdo que un solo segundo se destacó por encima de los demás, y sé que era el momento de la sonrisa señuelo. Sin embargo, algo sucedió, que las luces paranoicas conspiraron con mi mente pesimista, o que el eclipse tergiversó el guiño dulce y el flash de complicidad, y los convirtió en fatídica malicia, imperdonable error, trasnochadas burlas, miedo en definitiva.
Nuestros pasos cercioraron la distancia. Se quedó la noche en noche, o el día en nada, las luces reducidas al absurdo, compulsadas nuestras soledades, y nuestros corazones latiendo su cuenta de pájaro.