La pasada noche, cuando llegué a casa y abrí la puerta de mi cuarto dispuesto a zambullirme en cama sin contemplaciones ni miramientos, descubrí lleno de estupor a mis zapatillas besándose.
-¡Desvergonzadas!- les grité. -¡Dadme un buen motivo para que no os eche de casa ahora mismo!
Las zapatillas se acurrucaron contra una esquina, bien apretaditas la una contra la otra, entre sorprendidas y avergonzadas de haber sido descubiertas. Traté de tranquilizarme y quise hacerles comprender que su romance no tenía futuro, pues no pertenecían al mismo pie, y a pesar de ser de la misma talla, la destreza de una no encajaba con la siniestralidad de la otra. Como vi que mis argumentos no llegaban a convencerlas, metí a una debajo de la cama y a la otra dentro de un armario. No estaba dispuesto a tolerar más flirteos.
A la mañana siguiente, cuando iba ya a enfundarme las zapatillas en mis pies, cuál fue mi sorpresa al descubrir que la que había dejado bajo la cama ya no se encontraba allí. Enfurecido, abrí de golpe la puerta del armario donde había enclaustrado a la otra, esperando encontrármelas allí dentro retozando, pero no, allí sólo estaban mis castas botas. No había ni rastro de ellas. No fue hasta que miré por la ventana que las vi, abrazadas sobre un cable de la luz, mostrando su amor a los cuatro o cinco vientos. Me hicieron un gesto de despedida, y salieron volando. El amor es lo que tiene. De vez en cuando las veo ir a posarse a la repisa de la ventana de mis vecinos, dos muchachos muy sonrientes que les dan pan y las contemplan embobados, cogidos de la mano, identificando en mis ex-zapatillas un reflejo de su propio amor.
Por lo que a mí respecta, que hagan lo que quieran. He cerrado la persiana y he bajado a la zapatería a comprar, esta vez, una sola zapatilla.
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