Una vez di un recital de poesía. No tuve mucho éxito, a decir verdad. Tuve poco público y me hicieron poco caso. Me sentí todo un incomprendido, lo cual siempre viene bien, es un buen epíteto, una buena etiqueta, una gran excusa. Cuando abandonaba la sala del recital, rogocijándome en mi lamento, en mi soledad e incomprensión, una silla cruzó el aire del escenario inexplicablemente e impactó terriblemente en mi cabeza.
Durante el rato que estuve inconsciente, tuve una revelación que eclosionó con una evidencia perturvadora. Pude verme con nitidez asistiendo a un recital de poesía, en el que sorprendentemente, el poeta leía poemas que había escrito yo. De alguna manera, este presunto poeta había irrumpido en mi habitación o en mi cerebro y se había apoderado de mis creaciones. No supe cómo reaccionar en seguida, así que soporté aquel acto hasta el final, escuchando todos mis poemas recitados por un vil ladrón. Cuando el recital terminó, aguardé un instante a que el poeta se dirigiese hacia la salida para lanzarle una silla a la cabeza.
Todavía me duele un poco. Me dieron cinco puntos de sutura, pero ya estoy mejor.
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