Me enamoré de ella perdidamente cuando la vi matar a un pato con un destornillador. Sus mejillas, teñidas de sangre, tenían el brillo de un rayo de sol sobre la superficie del océano.
Ella se enamoró de mí cuando, dejado llevar por la inercia, vomité a lo largo del sendero, dejando un reconocible rastro de atolondramiento y renuncia.
Desde ese instante, se estropearon muchas cosas, lo más grave, sin duda, las averías en mi soledad.
Un día, nos vimos las caras en el juzgado. Ella protestó firmemente y yo pedí un aplazamiento. Los abogados no arreglaron nada, aunque el relojero me dio ciertas esperanzas; mi despertador nunca será el mismo, pero algún día volverá a despertarme. Y después, yo a ella. He dejado sobre la almohada una solicitud por escrito para besarla sin permiso. Sus ojos verdes todavía dormidos me han dicho que siguiendo el rito de la esmeralda, la uña del dedo gordo de su pie izquierdo podría devolver al calendario los días que perderemos en llenar agujeros en nuestras pieles. Nadie ha dormido tan atento al rito como lo hago yo. Preparado estoy, sueño alerta, con las tijeras en la mano, con el beso en mi boca, con los agujeros en mi piel. He acordado que si algo fallase, me llamaría a mí mismo por teléfono, para trazar un nuevo plan. Ahora sus pestañas marcan los minutos, las mías las horas.
Y si esto no es una historia de amor es que les han engañado en la farmacia.
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