Camino de la estación de trenes, se dirigía la soledad de alguien. La contemplé caminar ligera, arrastrando su maleta, y en sus pasos se percibía una inquebrantable determinación de marcharse con destino a cualquier parte. Daba la impresión de que abandonaba a su dueño y de que no regresaría nunca más. De pronto sentí una gran compasión por la persona a la que esa soledad había dejado. Dios mío, ¿qué le quedará ahora?
Como nadie nos veía, me aferré tenazmente a la mía, y aprovechando que estábamos solos, le susurré, suplicante.
- Tú no me dejes nunca.
No sé por qué me miró con tanta suspicacia, como si fuese yo quien tuviera el plan de marcharme algún día.
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