Obviamente el mármol no es transparente, pero eso carece de importancia para mí. Ni las luces, ni la opacidad tienen ya sentido, el sentido de la vista ha trascendido cualquier otra consideración de espacio, tiempo o materia, ha anulado todos los demás sentidos, y ha desechado el concepto de ausencia o presencia. Muchos se preguntan cómo es esto: pues bien, nada especial, como tener un telescopio en la luna, fascinante al llegar, pero se convierte en rutina al primer ojo abierto, y créanme, imposible cerrarlo. Por lo demás, como siempre, sólo que mi corazón truena en lugar de latir.
Entonces pensé que había por lo menos llegado al punto en que la suma de mis errores me había dotado de cierta experiencia, que durante mucho tiempo había sido bastante estúpido, pero que ahora era mucho más sabio, que estaba ya de vuelta y no era el ingenuo e inocente niño de entonces. Pasaron los años, y volví a tener el mismo pensamiento, lo cual no me pareció nada bueno. Pero aún así, di un paso al frente, bajé el ala del sombrero para protegerme del sol que picaba como el acero y hacía humear la arena rojiza y llena de escorpiones. Quizás un último instante de arrepentimiento me hizo temblar levemente la rodilla, pero no había ya espacio para semejantes lujos. El reloj dictaba sentencia, la gente respiraba con sus ojos las últimas gotas de absurda esperanza que se resistían a diluirse en la fatalidad, los coches parecían llevar horas muertos, los grillos estaban desafinados en su requiem. Me detuve. Pensé que la vendedora de fruta hacía tiempo que llevaba el mismo vestido sucio y descosido, que el relojero no me había devuelto aquella pieza de plata que le había dejado para que me grabara el nombre de Marta, que Marta no estaba en ninguna parte, maldita. La máquina de fabricar pensamientos galopaba sin control, sin sentido, parecía querer saltar aquellas montañas que a lo lejos anunciaban la posibilidad de escape, de oxígeno. Mi mano se tensó y alguien contó hasta tres. Contar hasta tres es fácil, pensé, pero que alguien se ponga en mi lugar, con todo este silencio, con todo este polvo sobre mis ojos, sin Marta sujetándome los viejos guantes gastados que tiré definitivamente al suelo, con todo este líquido caliente bajando por mi brazo, por mi cara, entonces iban a comprender lo complicado que resulta un uno dos tres y un simple movimiento de un dedo.
Ahora veo a Marta, no dejo de verla, alejándose, alejándose con todos aquellos viejos errores que en realidad nunca dejé de cometer. Y truena mi corazón.
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