Y entonces hablé alto y claro:
-Esta corona es muy pequeña para mí. Si quieren nombrarme rey de los pingüinos tendrán que hacerme una corona más grande.
Mis palabras causaron estupor. La confusión se apoderó de todos, nadie sabía qué decir, se miraban los unos a los otros como buscando una solución, una explicación a lo que allí estaba ocurriendo. Finalmente, alguien dio a entender que se estudiaría la situación, y todos se retiraron.
Aquella corona era pequeña, sí. Estaba hecha de una compleja y extraña aleación de diferentes metales únicos y escasos. Estaba forjada con una dedicación y un detalle inusitados. Desde luego, no había tiempo, ni posibilidad de hacer otra. Algunos sugirieron fabricar otra corona más grande, esta vez de hielo, pero esta propuesta fue rechazada en seguida. Otros barajaron la posibilidad de tener un rey sin corona, pero ellos mismos retiraron la proposición, por ridícula. Entonces surgieron las primeras voces de protesta. En primer lugar, era indignante que pudiese rechazar aquella magnífica corona hecha con tanto trabajo y sacrificio, por muy rey que fuera. En segundo lugar, ¿cómo podía el rey de los pingüinos tener una cabeza tan grande? Ante tantas voces críticas, se convocó un gabinete de emergencia para debatir la situación y adoptar una solución de urgencia.
Decidí salir huyendo cuando se instauró la república popular pingüinera y me pareció discernir una guillotina entre los icebergs.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario