Recuerdo la primera vez que la grieta de la pared de mi cuarto me mordió. Fue un descuido por parte de ambos. Yo no me di cuenta de que ella estba allí, con la boca casualmente abierta y llena de dientes, y ella apenas era consciente de lo que hacía cuando se encontró masticando en mis carnes. El suelo, inocente testigo del incidente, se regó con un hilillo de sangre y cal, símbolo de una desfloración terriblemente mutua y accidental.
Es cierto que desde entonces yo avanzo por mi cuarto lentamente, rozando mi piel contra la blanca pared, y que la grieta me espera, disimulando, pero con su fisura bien dispuesta a hincar. A veces simulo un tropezón que me hace acabar con todo mi cuerpo sobre la hendidura, y ella simula un acto reflejo de su colmillo para hendirlo en mí suave pero firmemente, hasta que no sólo el suelo, sino también los muebles, la lámpara y los cristales de la ventana se tiñen de la emanación de nuestras savias, mi roja sangre, su blanca tiza.
De esta manera, yo me difumino lentamente, gota a gota. Ella abre su orificio, grano a grano, dibujando con precisión mi silueta. Prácticamente es mi cuerpo entero el que tiene espacio dentro de su boca. Pronto me ofreceré, como un plácido sacrificio, y de un solo y certero bocado seré engullido para siempre, digerido en el estómago de una pared que desaparecerá por la inmensidad insaciable de su grieta.
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