Los años pasan, pero todo sigue igual. Hay cosas que no cambiarán jamás. Supongo que algunos dirán que no me esfuerzo lo suficiente, pero lo que en realidad sucede es que el sino es persistente. De qué otra manera se podría explicar si no esta maldición (les sonará gracioso, pero es una maldición, sin duda) que me ha perseguido desde que tengo uso de razón. Tantas veces me ha ocurrido que ya lo acepto con resignación, con rutina, casi casi con agrado... casi.
Es así de simple. Cada vez que me siento atraído por una mujer, acabo liado con su amiga. Adjetivemos a las mujeres para matizar; cada vez que me sientro atraído por una mujer hermosa, acabo liado con su amiga fea. Aseguro que yo me empeño en que esto no sea así, pero todos mis intentos de conquistar a la mujer que me gusta concluyen en la conquista de su amiga. Sin duda hay algo que hago mal, pero no sabría decir. Si estoy en una discoteca y me acerco a una chica guapa y empiezo a bailar con ella, no tardo en acabar no sé cómo bailando con su amiga fea. Cuando llamo por teléfono al objeto del deseo, ésta acaba por convencerme de que a su amiga le intereso más que a ella.
Pero bueno, como sé que esto es así y no hay vuelta de hoja, yo tampoco pierdo el tiempo. Es cierto que fracaso estrpitosamente en todas mis tareas seductivas, pero al menos me llevo a casa a la amiga tan poco agraciada con la cual cumplo meritoriamente y con creces, y lo cierto es que hasta lo disfruto tanto como ella. Todo consiste en un acto de concentración, de modelación de la mente y de carburación de los flujos libidinosos con los gases de la memoria, y de este modo logro ver en los toscos rasgos de mi acompañante los fascinantes atributos de su amiga. Tanto he perfeccionado este método de traslación de la mente, que entrecerrando los ojos incluso logro hacer comparecer el cuerpo de todo tipo de top-models y actrices sensuales.
El sábado ocurría según lo previsto. Mi aproximación a una exuberante muchacha concluyó, como no podía ser de otra manera, conmigo y su rústica amiga en la cama. Sin embargo, esta vez mi plan de evasión mental no dio resultado. Por mucho que me esforcé en convertir a la pedestre muchacha en una venus, mi concentración se vio afligida por algo inesperado. Y es que mientras mi acompañante disfrutaba (cómo no) de la noche de su vida, gritaba y de placer invocaba al altísimo, me di cuenta de que además de poco agraciada, la muchacha sufría una anomalía en la dicción, una especie de trastorno en el habla que me hacía del todo imposible concentrarme. Traté de terminar el acto cómo pude, mientras ella, entusiasmada, con cara de rigurosa concentración, con ojos entrecerrados, aullaba impidiéndome otra cosa que no fuera escuchar sus gritos, su delirios incomprensibles, hasta el punto que daría la impresión de que en lugar de "¡DIOS! ¡DIOS!", gritaba "GEORGE! GEORGE!"
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