Se apartarán, uno piensa, en cuanto me aproxime un poco más saldrán volando, pero uno se aproxima y se aproxima, casi suelta el pie del acelerador, piensa incluso en pisar un poco el freno o hacer sonar el claxon, porque esos estúpidos animales no se apartan, pero entonces ya es demasiado tarde, y lo único que se puede hacer es ver por el retrovisor sus cuerpos espachurrados en el asfalto de la autopista a la salida de Salt Lake City, mientras algunas plumas negras conmemoran con su lenta caída el fenomenal atropello.
Acaso no se hayan dado cuenta, quizás los cuervos de Utah sean sordos, lentos... Pero no, pues un kilómetro más adelante volvían a estar allí, posados interesadamente a la espera de los expeditivos neumáticos que, una vez más, los fundían con la pista. Y así a cada kilómetro, los cuervos de Utah repetían y repetían sus tendencias autodestructivas, aguardando con fervor su aniquilamiento, absolutos devotos de sus cuerpos machacados y sus plumas esparcidas, adictos y fieles al placer de la insensata exposición de sus existencias, como si les fuera la vida en ello.
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