La paciencia es mi virtud. Siempre me lo dicen, que dios te la conserve, y no sé qué del santo job (yo de santos no sé nada). Derrocho paciencia por los poros y las escamas. A veces. Porque hubo un día en que me encontré un calendario de 1999 y otro de 2010, y a decir verdad, no tuve paciencia con ninguno de ellos. Y no es que viniesen con ningún error, todo en orden, traían consigo sus doce meses, sus festivos, sus lunes cabrones y sus huesos intactos. Sin embargo, 1999 comenzó a hablar, a rememorar nostálgicamente y yo no pude más que darle una patada y enviarlo atrás en el tiempo al lugar que pertenece. 2010 comenzó a prometer y a amenazar a partes iguales, se puso un traje de clarividente farsante y vuelta de la esquina. Resistí sus informaciones un rato, pero pronto mi paciencia dio con la puerta en sus narices de oráculo impertinente.
Eso sí, miro el reloj embelesadamente, pasa un segundo, otro segundo, y después... otro segundo. Tic. Tac. Tic. Tac.
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