martes, 11 de septiembre de 2007

Kitty

Arévalo no se sorprendió demasiado cuando la vio allí de pie, amenazante, sujetando un cuchillo de cocina. Siempre había pensado que si un día su muñeca hinchable cobrase vida, sería para vengarse. Y tampoco ese hecho era tan sorprendente, al fin y al cabo siempre hemos escuchado montones de historias acerca de muñecos que comienzan a actuar por cuenta propia. A decir verdad, era la propia muñeca la que, boquiabierta, parecía mucho más sorprendida que Arévalo de verse tan llena de vida y furia homicida.
Pensó Arévalo que su única oportunidad de salir de aquella situación era desinflándola, tratar de buscar esa válvula que tenía en la espalda y dejarla sin aire. Pero no tuvo tiempo. La hoja del cuchillo se insertó en su vientre, a continuación en un hombro y después le cortó la cara transversalmente. Una última cuchillada en el pecho lo dejó sin vida en el suelo, ensangrentado, vencido, vacío, descosido como un muñeco de trapo con pocas posibilidades de cobrar vida algún día.
Arévalo nunca supo su nombre. Kitty abrió la puerta y salió de casa sin volver la vista hacia el cuerpo, ni siquiera hacia aquel armario en el que tanto tiempo había estado encerrada. Sentía un nuevo aire dentro de su textura, y también un aire diferente rozando unos recién nacidos poros diminutos en su cuero. Sin preocuparse por prendas que jamás necesitó, se deslizaba Kitty escaleras abajo, cuchillo en mano, desnuda para matar.

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