domingo, 30 de septiembre de 2007
¡Hay partido!
Las casualidades no existen, pero todo ocurre por casualidad. Por ejemplo, ayer caminaba por la calle Méndez Núñez, haciendo equilibrios entre los gatos, cuando vi a una señora que susurraba a las paredes. Las dos únicas palabras que comprendí me marcaron el resto del día: "Hay partido". Fruncí el ceño, chasqueando los dedos y despertando a los vecinos. La señora me dio un euro. Pero todo había cambiado y tenía mucho más sentido que antes. No importaba que tuviera un esguince y arrastrase mi fémur por los baches, ni siquiera que mi disfraz de visigodo no engañase al portero de la casa del automóvil prehistórico. Ahora mi voluntad se sobreponía a todo gusano depresivo, a los malos augurios ladrados por chatarras deshumanizadas con forma de montaña de basura. Hay partido ha mutado de susurro a grito, a cántico de hinchas juerguistas en mi pecho. Tomé la decisión de cambiar toda la historia del arte, de dar la vuelta a todos los cuadros de los museos, de entrar en el hospital a decir a todo el mundo qué hora es. Compré una hamburguesa con mucho ketchup, le di la hamburguesa a un perro asesino e hice un graffiti con el ketchup . "¡Hay Partido!", escribí con orgullo y correcta ortografía. Un hombre que acababa de ser padre se comió la "y" y la "t", y lo celebramos juntos gritando palabras que empezasen y terminasen por "o". Así llegamos a Oviedo, donde un oso oligofrénico subido a un olmo nos observó con su oblicuo ojo ojeroso y nos obsequió con su obsoleto obstruccionismo, aunque no fue obstáculo, pues su ombligo oloroso y su oído ominoso mostraron un obvio y obtuso onanismo organizado en un onirismo onomatopéyico y ondulado. El día soplaba sereno. Las horas se solidificaron sobre el suelo resbaladizo. Las tiendas escupieron a todos sus clientes y los árboles cerraron sus ramas a las ardillas. Vamos, que se hizo noche cuajada. La luna estropeó un poco la oscuridad que ya celebraban ciertas sectas, y yo me fui a la cama de un puntapié, habiendo descubierto que las esquinas esconden más agujeros de queso de lo que los gatos callejeros sospechan. Un túnel cruzó como un relámpago los ángulos de mi dormitorio, y sin más explicaciones me quedé dormido. Por eso no sé cómo terminó el partido. Según los periódico del día siguiente (pues hubo un día siguiente) ganaron las anginas y la astronomía, perdieron los cascabeles y las plataformas, y empataron los patos y los prepotentes. Según los rumores, hoy vuelve a haber partido.
miércoles, 12 de septiembre de 2007
El Regreso de la LLuvia
I
No dejo de preguntarme si habrías hecho lo que hiciste si hubieras sabido cómo me hiciste sentir. No creo que debamos seguir, fue tu sutil manera de decirlo, y por teléfono. Al principio me sonó absurdo, como si no supiese de qué me estabas hablando. ¿Había algo con lo que dejar de seguir? Pero sí, era obvio. Que no querías verme más, en resumidas cuentas. Por un segundo pensé que no pasaría nada si tú no eras capaz de darme razones convincentes, y ya podían ser buenas. Pero al segundo siguiente me di cuenta de que en realidad eso no importaba. Tú estabas decidida, y yo sentenciada a cien años de soledad. Como último y desesperado intento, traté de buscar en la filmoteca de mi cabeza alguna frase mágica de película que lo solucionase todo, que te hiciese cambiar de opinión, y que acabases pidiéndome perdón y proclamando entre lágrimas cuánto me amabas... Pero esa frase no existía, y era más que probable que la de las lágrimas fuese yo. Aferrándome a mi orgullo, te colgué el teléfono sin despedirme, dejándote con la palabra en la boca tras tu indignante pregunta de si me encontraba bien. Por supuesto que no me encontraba bien. Me tiré en la cama boca abajo, dispuesta a hacerlo lo mejor posible en cuanto al llanto, pero no fui capaz. El drama era absoluto y evidente, todo a mi alrededor lloraba, cada parte de mi cuerpo lloraba a su manera, pero yo no era capaz de orquestar un llanto colectivo que me permitiese liberar algunas lágrimas. Pensé en llamarte de nuevo, no sé si para pedir más explicaciones, para insultarte o para concertar un polvo de despedida, pero decidí no caer más bajo, y puesto que no lloraba, me levanté de cama y me dediqué a compadecerme en silencio.
II
Supongo que no lo pasabas muy bien conmigo. Admitirás que tuvimos nuestros momentos buenos, pero la verdad es que yo tampoco lo pasaba muy bien. Éramos distintas, sí, pero de ahí a dejarlo... Una siempre necesita alguien a quien aferrarse, y en nuestro caso todo el mundo sabe que las cosas no son especialmente fáciles, así que seguir a pesar de todo era la opción más sencilla. Suena patético, lo sé, pero debes comprender que entonces mi posición parecía la de un náufrago en el oscuro mar de la soledad. ¿O de la traición? ¿Me sustituías? ¿Había otra? ¿Había otro, maldita sea? Mis teorías conspirativas se vieron interrumpidas por la llamada de Sergio.
Sergio me sacó de casa y prestó oídos a todas mis quejas. Descargué toda mi rabia, toda mi tristeza y todo mi terror a la soledad mientras él escuchaba, asumía y casi diría que interiorizaba todo cuanto le contaba. Le confesé cómo a pesar de lo cruel que habías sido todavía te quería, cómo me estaba volviendo loca ante la idea de no volver a verte. Mientras tanto, llovía. LLovía en proporción a mis sentimientos, tronaba, diluviaba y hacía un frío desolador. Sergio y yo nos refugiamos un rato en una cafetería para rociar con alguna infusión toda la angustia de mi pecho y acabar de desenvolver la frustración que me habías dejado.
Cuando paró de llover un poco, salimos de la cafetería. Caminamos en silencio por la plaza, compartiendo el mismo frío en los huesos. Nuestros ojos se cruzaron, y le lancé una sonrisa agradecida. Él me la devolvió, y por fin, tras tanto tiempo de dolor seco, lloré, al mismo tiempo que comenzaba a llover de nuevo fuertemente. Sergio me abrazó, bajo la lluvia, en medio de la plaza desierta. Nos miramos a la cara. Todo irá bien, me dijo, y nos besamos. Beso bajo la lluvia con sabor a lágrimas de desahogo. Dudé un instante. Pensé en ti, quizás.
- Sergio... -dije. - Yo no te quiero.
- Lo entiendo -contestó él. Entonces le bajé la cremallera del pantalón y se la chupé. La lluvia fue nuestro testigo, y después, ella misma borró las pruebas.
III
Amanecí necesitando. Era una sensación extraña, como si me faltase algo que siempre había dado por supuesto. Era como mirar en el espejo y no verme reflejada, o como si no pudiese encontrarme los pezones. Simplemente necesitaba, y era angustioso. Aún recordaba el sueño que acababa de tener. Salía de casa para dirigirme a la manifestación que yo misma había convocado con el lema "no creo que me debas dejar". Pero nadie se unía a mi causa. Era una manifestación de una sola persona, de ninguna según las fuerzas de orden público. Luego aparecía Sergio, y los dos cogidos de la mano desfilábamos por toda la ciudad en una patética protesta que a nadie importaba.
Odiaba la mañana. Era impenetrable, triste, una pequeña celda sin más alimento que la necesidad. Necesidad de huír, de escapar de esa soledad matinal que me oprimía. Necesidad del teléfono, de llamarte, de solucionar contigo mi vida, porque en algún lugar debería quedarte algo de piedad para gastar en mí, porque tú debías escucharme, escucharme como lo había hecho Sergio... Sergio...
Sergio. De pronto sentí la imperiosa necesidad de estar de nuevo con él, de encontrar aquellos labios pegados a los míos bajo el refugio de la lluvia, de contarle otra vez todo lo que sufro por ti.
Por ti. Porque eras tú la que tenía el poder de salvarme. Quería oír de nuevo tu voz diciéndome que me querías, que habías cambiado de opinión, que íbamos a estar juntas para siempre.
Y también quería oír la voz de Sergio, diciéndome que todo iba a ir bien, demostrando que me comprendía, que compartía mi soledad y mi dolor.
Sergio... Tú... Sergio... Tú... O los dos, o ninguno, o una mezcla de ambos en una sola persona, ¿por qué me tenía que pasar esto a mí? ¿Por qué continuaba necesitando de esa manera? ¿Por qué no podía mandar todo a la mierda y ser feliz? Sergio... Tú... La confusión se desplegaba espesa por toda yo. Toda mi salvación consistía en llamar por teléfono, lo cual era bastante patético. Así pues, cogí el auricular, sin saber a quién llamar, pero deseando fortísimamente no equivocarme de persona.
No dejo de preguntarme si habrías hecho lo que hiciste si hubieras sabido cómo me hiciste sentir. No creo que debamos seguir, fue tu sutil manera de decirlo, y por teléfono. Al principio me sonó absurdo, como si no supiese de qué me estabas hablando. ¿Había algo con lo que dejar de seguir? Pero sí, era obvio. Que no querías verme más, en resumidas cuentas. Por un segundo pensé que no pasaría nada si tú no eras capaz de darme razones convincentes, y ya podían ser buenas. Pero al segundo siguiente me di cuenta de que en realidad eso no importaba. Tú estabas decidida, y yo sentenciada a cien años de soledad. Como último y desesperado intento, traté de buscar en la filmoteca de mi cabeza alguna frase mágica de película que lo solucionase todo, que te hiciese cambiar de opinión, y que acabases pidiéndome perdón y proclamando entre lágrimas cuánto me amabas... Pero esa frase no existía, y era más que probable que la de las lágrimas fuese yo. Aferrándome a mi orgullo, te colgué el teléfono sin despedirme, dejándote con la palabra en la boca tras tu indignante pregunta de si me encontraba bien. Por supuesto que no me encontraba bien. Me tiré en la cama boca abajo, dispuesta a hacerlo lo mejor posible en cuanto al llanto, pero no fui capaz. El drama era absoluto y evidente, todo a mi alrededor lloraba, cada parte de mi cuerpo lloraba a su manera, pero yo no era capaz de orquestar un llanto colectivo que me permitiese liberar algunas lágrimas. Pensé en llamarte de nuevo, no sé si para pedir más explicaciones, para insultarte o para concertar un polvo de despedida, pero decidí no caer más bajo, y puesto que no lloraba, me levanté de cama y me dediqué a compadecerme en silencio.
II
Supongo que no lo pasabas muy bien conmigo. Admitirás que tuvimos nuestros momentos buenos, pero la verdad es que yo tampoco lo pasaba muy bien. Éramos distintas, sí, pero de ahí a dejarlo... Una siempre necesita alguien a quien aferrarse, y en nuestro caso todo el mundo sabe que las cosas no son especialmente fáciles, así que seguir a pesar de todo era la opción más sencilla. Suena patético, lo sé, pero debes comprender que entonces mi posición parecía la de un náufrago en el oscuro mar de la soledad. ¿O de la traición? ¿Me sustituías? ¿Había otra? ¿Había otro, maldita sea? Mis teorías conspirativas se vieron interrumpidas por la llamada de Sergio.
Sergio me sacó de casa y prestó oídos a todas mis quejas. Descargué toda mi rabia, toda mi tristeza y todo mi terror a la soledad mientras él escuchaba, asumía y casi diría que interiorizaba todo cuanto le contaba. Le confesé cómo a pesar de lo cruel que habías sido todavía te quería, cómo me estaba volviendo loca ante la idea de no volver a verte. Mientras tanto, llovía. LLovía en proporción a mis sentimientos, tronaba, diluviaba y hacía un frío desolador. Sergio y yo nos refugiamos un rato en una cafetería para rociar con alguna infusión toda la angustia de mi pecho y acabar de desenvolver la frustración que me habías dejado.
Cuando paró de llover un poco, salimos de la cafetería. Caminamos en silencio por la plaza, compartiendo el mismo frío en los huesos. Nuestros ojos se cruzaron, y le lancé una sonrisa agradecida. Él me la devolvió, y por fin, tras tanto tiempo de dolor seco, lloré, al mismo tiempo que comenzaba a llover de nuevo fuertemente. Sergio me abrazó, bajo la lluvia, en medio de la plaza desierta. Nos miramos a la cara. Todo irá bien, me dijo, y nos besamos. Beso bajo la lluvia con sabor a lágrimas de desahogo. Dudé un instante. Pensé en ti, quizás.
- Sergio... -dije. - Yo no te quiero.
- Lo entiendo -contestó él. Entonces le bajé la cremallera del pantalón y se la chupé. La lluvia fue nuestro testigo, y después, ella misma borró las pruebas.
III
Amanecí necesitando. Era una sensación extraña, como si me faltase algo que siempre había dado por supuesto. Era como mirar en el espejo y no verme reflejada, o como si no pudiese encontrarme los pezones. Simplemente necesitaba, y era angustioso. Aún recordaba el sueño que acababa de tener. Salía de casa para dirigirme a la manifestación que yo misma había convocado con el lema "no creo que me debas dejar". Pero nadie se unía a mi causa. Era una manifestación de una sola persona, de ninguna según las fuerzas de orden público. Luego aparecía Sergio, y los dos cogidos de la mano desfilábamos por toda la ciudad en una patética protesta que a nadie importaba.
Odiaba la mañana. Era impenetrable, triste, una pequeña celda sin más alimento que la necesidad. Necesidad de huír, de escapar de esa soledad matinal que me oprimía. Necesidad del teléfono, de llamarte, de solucionar contigo mi vida, porque en algún lugar debería quedarte algo de piedad para gastar en mí, porque tú debías escucharme, escucharme como lo había hecho Sergio... Sergio...
Sergio. De pronto sentí la imperiosa necesidad de estar de nuevo con él, de encontrar aquellos labios pegados a los míos bajo el refugio de la lluvia, de contarle otra vez todo lo que sufro por ti.
Por ti. Porque eras tú la que tenía el poder de salvarme. Quería oír de nuevo tu voz diciéndome que me querías, que habías cambiado de opinión, que íbamos a estar juntas para siempre.
Y también quería oír la voz de Sergio, diciéndome que todo iba a ir bien, demostrando que me comprendía, que compartía mi soledad y mi dolor.
Sergio... Tú... Sergio... Tú... O los dos, o ninguno, o una mezcla de ambos en una sola persona, ¿por qué me tenía que pasar esto a mí? ¿Por qué continuaba necesitando de esa manera? ¿Por qué no podía mandar todo a la mierda y ser feliz? Sergio... Tú... La confusión se desplegaba espesa por toda yo. Toda mi salvación consistía en llamar por teléfono, lo cual era bastante patético. Así pues, cogí el auricular, sin saber a quién llamar, pero deseando fortísimamente no equivocarme de persona.
martes, 11 de septiembre de 2007
Siete días después
- ¿Sabes qué? -me pregunta la intrigante. Me quedo silenciosa y pensativa, tratando de descubrir si sé qué o no. LLego a la conclusión de que no.
- No, no sé -le contesto.
- Hoy hace una semana que estamos juntas -me explica sonriente.
- Mosquis -digo yo distraídamente. Estaba viendo los Simpson, no es una palabra que suela usar. O sea, ¿que ya hace una semana que esta chica está en mi cama? Bueno, es posible, puesto que hoy es jueves, y recuerdo que fue el jueves pasado cuando me compré estos pantalones que me puse nada más salir de la tienda y los llevaba cuando fui a ver a Natalia a la cafetería y me presentó a su amiga jugadora de voleyball con la que acabé en la cama... y hasta hoy.
- Te he comprado una cosa -me dice, interrumpiendo mis cálculos. Saca una caja verde y alargada y me la tiende. Supongo que mis ojos se abren como platillos volantes, pues no salgo de mi asombro.
- No tenías que comprar nada -digo yo, al borde de un ataque de pánico. No me quiero figurar lo que habrá dentro, pero se me pasan por la cabeza las cosas más espeluznantes y comprometedoras, un anillo, una pulsera con nuestros nombres, un collar para el perro que no tengo...
- Feliz primera semana -me dice la muy astronauta. -Venga, ábrelo.
Abro la caja con todas las luces de alarma encendidas, para encontrar unas tijeras de costura.
- ¿Unas tijeras? -pregunto con una sonrisa de auténtica confusión.
- Sí -responde con una risilla nerviosa.
- Bueno... Gracias -respondo yo, todavía con tono de alucinación. Ella se da cuenta de mi desconcierto y trata de explicarse.
- Son unas tijeras - repite, moviendo dos dedos de su mano, haciendo el movimiento de una tijera y al mismo tiempo dando a entender que hay un doble sentido. Es entonces cuando caigo. Captado.
- Aaaaaah. Ya. Jajaja.
En fin, mi falta de perspicacia sólo es comparable a su falta de sutileza. Le doy las gracias nuevamente por su simbólico regalo y celebramos su primera semana en mi cama (juntas, como dice ella) de la misma manera que los previos siete días, se lo pueden imaginar.
- No, no sé -le contesto.
- Hoy hace una semana que estamos juntas -me explica sonriente.
- Mosquis -digo yo distraídamente. Estaba viendo los Simpson, no es una palabra que suela usar. O sea, ¿que ya hace una semana que esta chica está en mi cama? Bueno, es posible, puesto que hoy es jueves, y recuerdo que fue el jueves pasado cuando me compré estos pantalones que me puse nada más salir de la tienda y los llevaba cuando fui a ver a Natalia a la cafetería y me presentó a su amiga jugadora de voleyball con la que acabé en la cama... y hasta hoy.
- Te he comprado una cosa -me dice, interrumpiendo mis cálculos. Saca una caja verde y alargada y me la tiende. Supongo que mis ojos se abren como platillos volantes, pues no salgo de mi asombro.
- No tenías que comprar nada -digo yo, al borde de un ataque de pánico. No me quiero figurar lo que habrá dentro, pero se me pasan por la cabeza las cosas más espeluznantes y comprometedoras, un anillo, una pulsera con nuestros nombres, un collar para el perro que no tengo...
- Feliz primera semana -me dice la muy astronauta. -Venga, ábrelo.
Abro la caja con todas las luces de alarma encendidas, para encontrar unas tijeras de costura.
- ¿Unas tijeras? -pregunto con una sonrisa de auténtica confusión.
- Sí -responde con una risilla nerviosa.
- Bueno... Gracias -respondo yo, todavía con tono de alucinación. Ella se da cuenta de mi desconcierto y trata de explicarse.
- Son unas tijeras - repite, moviendo dos dedos de su mano, haciendo el movimiento de una tijera y al mismo tiempo dando a entender que hay un doble sentido. Es entonces cuando caigo. Captado.
- Aaaaaah. Ya. Jajaja.
En fin, mi falta de perspicacia sólo es comparable a su falta de sutileza. Le doy las gracias nuevamente por su simbólico regalo y celebramos su primera semana en mi cama (juntas, como dice ella) de la misma manera que los previos siete días, se lo pueden imaginar.
Kitty
Arévalo no se sorprendió demasiado cuando la vio allí de pie, amenazante, sujetando un cuchillo de cocina. Siempre había pensado que si un día su muñeca hinchable cobrase vida, sería para vengarse. Y tampoco ese hecho era tan sorprendente, al fin y al cabo siempre hemos escuchado montones de historias acerca de muñecos que comienzan a actuar por cuenta propia. A decir verdad, era la propia muñeca la que, boquiabierta, parecía mucho más sorprendida que Arévalo de verse tan llena de vida y furia homicida.
Pensó Arévalo que su única oportunidad de salir de aquella situación era desinflándola, tratar de buscar esa válvula que tenía en la espalda y dejarla sin aire. Pero no tuvo tiempo. La hoja del cuchillo se insertó en su vientre, a continuación en un hombro y después le cortó la cara transversalmente. Una última cuchillada en el pecho lo dejó sin vida en el suelo, ensangrentado, vencido, vacío, descosido como un muñeco de trapo con pocas posibilidades de cobrar vida algún día.
Arévalo nunca supo su nombre. Kitty abrió la puerta y salió de casa sin volver la vista hacia el cuerpo, ni siquiera hacia aquel armario en el que tanto tiempo había estado encerrada. Sentía un nuevo aire dentro de su textura, y también un aire diferente rozando unos recién nacidos poros diminutos en su cuero. Sin preocuparse por prendas que jamás necesitó, se deslizaba Kitty escaleras abajo, cuchillo en mano, desnuda para matar.
Pensó Arévalo que su única oportunidad de salir de aquella situación era desinflándola, tratar de buscar esa válvula que tenía en la espalda y dejarla sin aire. Pero no tuvo tiempo. La hoja del cuchillo se insertó en su vientre, a continuación en un hombro y después le cortó la cara transversalmente. Una última cuchillada en el pecho lo dejó sin vida en el suelo, ensangrentado, vencido, vacío, descosido como un muñeco de trapo con pocas posibilidades de cobrar vida algún día.
Arévalo nunca supo su nombre. Kitty abrió la puerta y salió de casa sin volver la vista hacia el cuerpo, ni siquiera hacia aquel armario en el que tanto tiempo había estado encerrada. Sentía un nuevo aire dentro de su textura, y también un aire diferente rozando unos recién nacidos poros diminutos en su cuero. Sin preocuparse por prendas que jamás necesitó, se deslizaba Kitty escaleras abajo, cuchillo en mano, desnuda para matar.
En el periódico
Vi tu cara en el periódico. No comprendí qué me querías comunicar. Supuse que era la noche de los muertos vivientes, pues por lo que a mí respecta... Ninguna novedad.
Escruté tu rostro, traté de interpretar esa sonrisa difusa e inamovible, ahí se ocultaba algo, era evidente, pero la criptografía de tus facciones nunca ha sido lo mío, he de admitir. No estaba segura de si preguntabas algo o respondías a todas mis viejas preguntas, ni siquiera podría asegurar si conspirabas nuevamente o pedías perdón por toda tu estela de pasos erróneos. Quizás todo era una casualidad. Pero en tu caso jamás hubo nada casual. Nada se dejaba al designio del azar, aunque quizás sí de la catástrofe. Por ello, tu presencia entre las noticias del día habría de estar perfectamente calculada para hacerse sitio entre el café y las nostalgias, y darme la oportunidad de decir maldita seas una vez más. Y qué pesada, que no puedo leer el periódico tranquila sin tener que asimilarte, que no puedes dejar de ser noticia constante, que no hay día en que tu ego no se sobreponga a mis olvidos.
Y qué pesada yo, que no consigo que me dejes en paz, que no encuentro la manera de combatir a la casualidad de que aparezcas en cualquier parte y a cualquier hora. Diez años sin verte, y viéndote sin parar. Por eso, aún ahora, contemplando tu sonrisa congelada en el periódico, mientras tu cuerpo yace inmóvil junto a ese coche destrozado y te cubren con una sábana, sé que volverás, que aparecerás nuevamente, en forma de cualquier cosa intangible para tratar de decirme qué sé yo, tus cosas.
Escruté tu rostro, traté de interpretar esa sonrisa difusa e inamovible, ahí se ocultaba algo, era evidente, pero la criptografía de tus facciones nunca ha sido lo mío, he de admitir. No estaba segura de si preguntabas algo o respondías a todas mis viejas preguntas, ni siquiera podría asegurar si conspirabas nuevamente o pedías perdón por toda tu estela de pasos erróneos. Quizás todo era una casualidad. Pero en tu caso jamás hubo nada casual. Nada se dejaba al designio del azar, aunque quizás sí de la catástrofe. Por ello, tu presencia entre las noticias del día habría de estar perfectamente calculada para hacerse sitio entre el café y las nostalgias, y darme la oportunidad de decir maldita seas una vez más. Y qué pesada, que no puedo leer el periódico tranquila sin tener que asimilarte, que no puedes dejar de ser noticia constante, que no hay día en que tu ego no se sobreponga a mis olvidos.
Y qué pesada yo, que no consigo que me dejes en paz, que no encuentro la manera de combatir a la casualidad de que aparezcas en cualquier parte y a cualquier hora. Diez años sin verte, y viéndote sin parar. Por eso, aún ahora, contemplando tu sonrisa congelada en el periódico, mientras tu cuerpo yace inmóvil junto a ese coche destrozado y te cubren con una sábana, sé que volverás, que aparecerás nuevamente, en forma de cualquier cosa intangible para tratar de decirme qué sé yo, tus cosas.
La Última Lección
La belleza está en los ojos de quien la mira", decía la profesora de "Estética". Y lo decía mirando hacia mí, sonriente, insinuante, como si pretendiese aludirme con su frase. Yo tomaba apuntes ávidamente, levantaba la cabeza, y también le sonreía, fascinada. No me perdía ni una sola de sus palabras, ni una sola de sus sonrisas, ni uno solo de sus pasos que desplegaba lenta y elegantemente por la clase, ligera, como si volase sobre todos nosotros con su leve cuerpo de estrecha cintura y pechos pomelo. Posiblemente era la profesora más sonriente que hubiese tenido nunca, y juraría que todas las sonrisas iban dedicadas a mí con toda intención, lo cual me hacía devorar con todavía más ansia cada palabra, cada gesto, cada tramo de su vuelo.
Poco a poco comencé a perder interés en las demás asignaturas, pero era la más aplicada y ansiosa en cuanto a "Estética" se refería. Había una conexión profunda y especial entre la profesora y yo. Yo era la única que era capaz de captar la diferencia que había cuando la profesora decía "Belleza" y cuando decía "belleza", cuando decía "Estética" y cuando decía "estética". Comprendía el significado que tenía el más mínimo movimiento de sus manos, desentrañaba todos los matices que desplegaba uno solo de sus parpadeos, y ella se daba cuenta de ello. A veces, un gesto con su mano suponía una aclaración que me hacía a mí exclusivamente, y no hacía falta más. Yo me lanzaba a tomar apuntes de lo que ese gesto había significado, a continuación levantaba la cabeza, sonreía y mis ojos engullían nuevamente a la profesora, que me dedicaba toda una galería de sonrisas, gestos, palabras y guiños exclusivos, íntimos, incitantes.
El día en que me decidí a ir a su despacho, no tenía ni idea de qué le iba a decir. Había tantas cosas que quería decirle... Sin embargo, también había tantas cosas que ya nos habíamos dicho sin decir ni una palabra que quizás sobrase todo lo que pudiésemos hablar. Por ello, simplemente llamé a la puerta y abrí, sin pensar ninguna razón para mi visita. Ella levantó la vista, y sonrió al verme, pero yo, por primera vez, no estuve muy segura del significado de su sonrisa. Evidentemente, ella entendió mi confusión inicial, y matizó su sonrisa levemente, cerrando un poco los labios, es decir, invitándome a entrar, pero al mismo tiempo reprochándome el que no hubiese ido antes. Yo me mordí un labio, como diciendo que lo sentía, y ella me lanzó un nuevo reproche al pasar su mano por la nuca. "¿Y si fuese tarde?", parecía decir. Yo me quedé muda, es decir, inmóvil.
- Hola -dijo por fin, perdonándome sinceramente. - Pasa y siéntate.
Sus manos extendidas y el contrapunto de las sílabas tónicas con las átonas convidaban a la relajación. Pero yo no era capaz de relajarme. De pronto eran demasiados los gestos, demasiadas las palabras, apenas tenía tiempo de estructurar con coherencia la avalancha de significados que mi profesora me enviaba. La camiseta de tirantes que moldeaba su pequeño cuerpo decía cosas que contradecían a los lunares de su cuello, sus movimientos de cabeza decían lo contrario que su caída de párpados, y en su sonrisa cada diente negaba al diente anterior. Era más de lo que podía soportar. No pude controlarme y me eché a llorar. Ella se levantó, y flotando como sólo ella sabe, se acercó a mí, me tomó la mano y me acarició el pelo.
- Esta asignatura no es fácil. Especialmente para alguien que la entiende.
-No es la asignatura -logré decir entre balbuceos. No podía parar de llorar, pero en ese momento lo hacía ante la idea de quizás en cualquier instante ella dejaría de tocarme.
- Ya lo sé -dijo ella. Sus manos se posaron en mis hombros, acariciaron mi cuello, descendieron por mis brazos y agarraron mis manos fuertemente. Cuando levanté los ojos, llenos de lágrimas, encontré los suyos, llenos de firmeza, pero también de piedad, de tristeza, de profunda resignación. Entonces acercó su mejilla a la mía, y susurró:
- Ésta es la última lección. La más difícil.
Sentí sus labios en mi mejilla, congelados, durante tres segundos. Era un beso doloroso, pero mucho más doloroso por su brevedad. Pensé que moría durante el contacto de sus labios, pero mucho más muerta me dejaba la ausencia de ellos. Al momento, otro nuevo beso me quemaba la piel. Mis labios, desesperados, buscaron los suyos, pero ella alzó su dedo y me detuvo.
- Tan sólo escucha -susurró, y fueron sus labios los que encontraron los míos como una navaja insertándose en una esponja. Después se separó y regresó a su silla. Yo me levanté temblando, exausta. La miré, sin saber qué hacer, pero inmediatamente me di cuenta de que la lección había terminado. Esta vez los apuntes estaban sobre mi piel, sobre mis labios, podía sentirlos abrasándome y esparciendo su picazón por todo mi cuerpo. Salí del despacho de mi profesora, mientras su mirada me confirmaba que, en efecto, era evidente la diferencia entre "amor" y "Amor".
Poco a poco comencé a perder interés en las demás asignaturas, pero era la más aplicada y ansiosa en cuanto a "Estética" se refería. Había una conexión profunda y especial entre la profesora y yo. Yo era la única que era capaz de captar la diferencia que había cuando la profesora decía "Belleza" y cuando decía "belleza", cuando decía "Estética" y cuando decía "estética". Comprendía el significado que tenía el más mínimo movimiento de sus manos, desentrañaba todos los matices que desplegaba uno solo de sus parpadeos, y ella se daba cuenta de ello. A veces, un gesto con su mano suponía una aclaración que me hacía a mí exclusivamente, y no hacía falta más. Yo me lanzaba a tomar apuntes de lo que ese gesto había significado, a continuación levantaba la cabeza, sonreía y mis ojos engullían nuevamente a la profesora, que me dedicaba toda una galería de sonrisas, gestos, palabras y guiños exclusivos, íntimos, incitantes.
El día en que me decidí a ir a su despacho, no tenía ni idea de qué le iba a decir. Había tantas cosas que quería decirle... Sin embargo, también había tantas cosas que ya nos habíamos dicho sin decir ni una palabra que quizás sobrase todo lo que pudiésemos hablar. Por ello, simplemente llamé a la puerta y abrí, sin pensar ninguna razón para mi visita. Ella levantó la vista, y sonrió al verme, pero yo, por primera vez, no estuve muy segura del significado de su sonrisa. Evidentemente, ella entendió mi confusión inicial, y matizó su sonrisa levemente, cerrando un poco los labios, es decir, invitándome a entrar, pero al mismo tiempo reprochándome el que no hubiese ido antes. Yo me mordí un labio, como diciendo que lo sentía, y ella me lanzó un nuevo reproche al pasar su mano por la nuca. "¿Y si fuese tarde?", parecía decir. Yo me quedé muda, es decir, inmóvil.
- Hola -dijo por fin, perdonándome sinceramente. - Pasa y siéntate.
Sus manos extendidas y el contrapunto de las sílabas tónicas con las átonas convidaban a la relajación. Pero yo no era capaz de relajarme. De pronto eran demasiados los gestos, demasiadas las palabras, apenas tenía tiempo de estructurar con coherencia la avalancha de significados que mi profesora me enviaba. La camiseta de tirantes que moldeaba su pequeño cuerpo decía cosas que contradecían a los lunares de su cuello, sus movimientos de cabeza decían lo contrario que su caída de párpados, y en su sonrisa cada diente negaba al diente anterior. Era más de lo que podía soportar. No pude controlarme y me eché a llorar. Ella se levantó, y flotando como sólo ella sabe, se acercó a mí, me tomó la mano y me acarició el pelo.
- Esta asignatura no es fácil. Especialmente para alguien que la entiende.
-No es la asignatura -logré decir entre balbuceos. No podía parar de llorar, pero en ese momento lo hacía ante la idea de quizás en cualquier instante ella dejaría de tocarme.
- Ya lo sé -dijo ella. Sus manos se posaron en mis hombros, acariciaron mi cuello, descendieron por mis brazos y agarraron mis manos fuertemente. Cuando levanté los ojos, llenos de lágrimas, encontré los suyos, llenos de firmeza, pero también de piedad, de tristeza, de profunda resignación. Entonces acercó su mejilla a la mía, y susurró:
- Ésta es la última lección. La más difícil.
Sentí sus labios en mi mejilla, congelados, durante tres segundos. Era un beso doloroso, pero mucho más doloroso por su brevedad. Pensé que moría durante el contacto de sus labios, pero mucho más muerta me dejaba la ausencia de ellos. Al momento, otro nuevo beso me quemaba la piel. Mis labios, desesperados, buscaron los suyos, pero ella alzó su dedo y me detuvo.
- Tan sólo escucha -susurró, y fueron sus labios los que encontraron los míos como una navaja insertándose en una esponja. Después se separó y regresó a su silla. Yo me levanté temblando, exausta. La miré, sin saber qué hacer, pero inmediatamente me di cuenta de que la lección había terminado. Esta vez los apuntes estaban sobre mi piel, sobre mis labios, podía sentirlos abrasándome y esparciendo su picazón por todo mi cuerpo. Salí del despacho de mi profesora, mientras su mirada me confirmaba que, en efecto, era evidente la diferencia entre "amor" y "Amor".
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